Gregorio Rodríguez
Soacha Cundinamarca
Mayo 2012
"Es que es muy difícil pasar de más
a menos."
El camino a la casa de Gregorio es largo.
A pesar de que hay varias calles, las busetas no entran al barrio para evitar
los retrasos ya que, por alguna razón, los conductores siempre están de afán.
El barrio está solo, libre del estruendo de la ciudad, del polvo y de los
gritos y gestos de ciudadanos enfurecidos que deben de sobrellevar el día en
medio del caos. Sin embargo, las puertas del precario comercio están siempre
abiertas para los que deambulan por las calles en busca de algo, o de nada.
El frio es insoportable y, como es habitual en esta época,
negras y pesadas nubes pasan tan lentas sobre Soacha, que parecen como
estacionadas allí arriba para siempre. Y llovizna, no para de lloviznar. Con
Darnellis, la cogestora social de la Red Unidos[1] que me acompaña, nos
detenemos en una pequeña tienda para escampar y tomar un café. El tendero, que
no muestra entusiasmo alguno ante sus inesperados clientes, nos vende un tinto
negro y recalentado, de esos que queman pero no tienen ni aroma ni sabor. Le
pido al tendero un pan, el más fresco que tenga, para llevarle de regalo a
Gregorio. La tienda es un negocio apenas presentable, no hay donde sentarse,
tampoco hay mesas, así que tomamos el tinto de pie. Después de cada sorbo de
café me froto los brazos con las manos para entrar en calor, pues el frío no
cede. Después de tomarme el tinto y un vaso de agua al clima (es decir, casi un
hielo) y ya con la vejiga llena, Darnellis, quien conoce mejor el entorno,
aconseja que mejor usemos el baño de la tienda, pues el de la casa de Gregorio
está en malas condiciones. Entro a un baño sucio, empantanado por hombres que
ni apuntan ni atinan y por mujeres que, pareciera, se empeñan en dejar la mitad
de sus cabelleras en el piso. El reconcentrado olor a orines me expulsa y me
pone de nuevo en la ruta hacia la casa de Gregorio.
Caminando por la que parece ser la calle principal del
barrio Darnellis señala a lo lejos nuestro destino: la casa de Gregorio, que
está en una esquina en la que se cruzan tres vías. El barrio se ve desolado:
los que no han salido a trabajar han preferido resguardarse del penetrante frío
andino; solo los perros merodean. Ya de cerca, la parte externa de la casa de
Gregorio parece más un lote de un negocio de chatarra que una vivienda. Unas
carcomidas y enclenques láminas de lata oxidada y unas viejas tejas de cinc
hacen las veces de reja y encierran una parte de la casa. Por estar en la
esquina y ser la casa más visible de la cuadra, las láminas están
"decoradas" con carteles informativos, sobrepuestos desordenadamente
unos a otros; los más recientes exhiben llamativos colores e informan sobre
programas y actividades de la Junta de Acción Comunal del barrio. Cuando no
encontró más láminas de lata, Gregorio continuó cercando la casa con viejas
tablas de aserrío, ya podridas y picadas por los gorgojos. Se nota que los
listones fueron ensamblados a la buena de Dios, sin intenciones estéticas, solo
en busca de protección y privacidad. Darnellis se adelanta y se dirige hacía
una lámina de metal que hace de puerta de entrada y sobre la que está clavado
un pedazo del mismo material con la nomenclatura del predio. La joven cogestora
golpea la puerta fuertemente con su puño, haciendo que el metal retumbe y las
ondas de sonido lleguen al interior de la casa. A lo lejos se escucha la débil
voz de un anciano:
—Voooooyy…
Gregorio, siempre anhelante de que alguien se acuerde de él
y pase, al menos, a saludarlo, sale presto a remover las cadenas con las que
asegura su puerta. Tan pronto nos ve se le ilumina la cara y nos saluda de
abrazo; recibe el pan y lo agradece. Darnellis y yo entramos cuidándonos de no
resbalar entre la basura regada por el suelo barroso y de no tropezar con una
vieja pajarera, un lavamanos desportillado y unas cocas para la comida de un
perro ausente. La carrera de obstáculos de la entrada de la casa continúa entre
un sinfín de ropa húmeda colgada de alambres y bajo la amenaza de los cables
pelados de la energía que, desde los altos postes, descienden entrecruzándose
peligrosamente; es como si jugáramos a la peregrina tratando de no
electrocutarnos.
El lote de Gregorio está situado en la parte alta del
municipio. Al levantar la mirada con tranquilidad luego de superar los
obstáculos de la entrada al predio, observo la sorprendente panorámica
occidental del valle de Soacha. Es paradójico, pero no inusual, que la belleza
natural coquetee con la miseria en las zonas periféricas de las ciudades. Desde
La Veredita, como desde Altos de Cazucá al otro lado, se divisan la inmensidad
de Soacha, la densidad habitacional y las enormes insuficiencias que
sobrellevan miles de familias.
Las paredes de la casa de Gregorio están hechas de viejas
láminas de metal pintadas de azul y rojo, y son tan bajitas que el techo que
sostienen puede verse desde un morrito de tierra que hay en el lote. El techo
consiste en un muestrario de latas que agrupa toda la gama de la herrumbre. Las
latas están aseguradas por el peso de ladrillos que parecen grandes y toscos
pisapapeles; una solución ideada por Gregorio para que cuando lleguen los
fuertes vientos las tejas no salgan por los aires, como rebeldes cometas,
dejándolos desprotegidos. Adosado a la fachada principal hay un arrume de escombros
que sirve de soporte a una vieja tabla que evoca conversaciones, sobre ella
mantenidas, entre amigos y vecinos de otras épocas. A unos pasos está la puerta
de madera por la que enseguida entramos, agachándonos para no golpearnos la
cabeza. Tan pronto traspasamos el umbral nos topamos con el comedor. En la casa
se nota la escasez y la penuria; se respira un aire de dificultad, de dureza.
Sin embargo, Gregorio se las ha ingeniado para tener algunos activos. A cada
lado de una mesa cubierta con un retazo de tela blanca que hace de mantel,
aparecen dos juegos de esas sillas de cafetería que vienen soldadas de dos en
dos y que son inseparables. Desde la mesa se ve la cocina, donde hay piezas de
distintos juegos de vajilla, dos ollas, una de ellas a presión y la infaltable
olleta del chocolate, que también sirve de cafetera.
Gregorio tiene la apariencia de un hombre débil, un hidalgo
noble y quijotesco, un viejo soldado veterano de mil batallas que, a pesar de
haber tenido largas horas de entrenamiento, no ha logrado que su espalda se
muestre erguida; al caminar pareciera que cargara sobre sí una enorme e
invisible roca. Su piel es trigueña, pero su nariz y sus mejillas están
enrojecidas por el sol, como si se hubiera aplicado rubor. Gregorio tiene sesenta
y tres años pero parece de ochenta, su rostro no puede ocultar una vida de
tristezas y dificultades, talladas en decenas de arrugas que cubren su cara y
su cuello. Al ver con detenimiento su rostro se hace evidente que uno de sus
ojos no reacciona como debiera, parece como si permanentemente buscara a
alguien que estuviera a su izquierda, mientras el otro, en cambio, enfoca de
frente.
Una vez sentados a la mesa y tras unos breves y formales
preámbulos, Gregorio empieza a rememorar su vida, la cual prometía ser
relativamente normal y sesteada. Sin embargo, la feroz guerra del narcotráfico
contra el Estado en la década de 1980 la cambió de manera rotunda. A pesar de
los problemas que se derivaron del evento que lo vulneró de por vida, Gregorio
nunca bajó la guardia; para él, perder algunas batallas no significó perder la
guerra. Su expresión y semblante delatan el sentimiento de orgullo de haber
vivido su estrechez con dignidad.
Gregorio nació en El Cocuy, en el
departamento de Boyacá, en 1949, cuando Colombia atravesaba una de las épocas
más sangrientas de su historia. Desde sus primeros años vivió La Violencia y
fue testigo y víctima de sus atrocidades. Esta sanguinaria guerra civil entre
liberales y conservadores, librada principalmente en los campos, cobró la vida
de más de 200.000 personas y como todas las guerras, La Violencia dejó miles de
viudas y huérfanos desprotegidos y vulnerables a la crueldad de otros. Los
padres de Gregorio eran campesinos deseosos de progresar, tenían poco capital,
pero trabajaban su tierra con empeño. Como muchos hombres de su tiempo, su papá
era una persona políticamente activa, dispuesta a morir por ideario liberal. Y
así fue: en un feroz enfrentamiento murió a manos de un grupo de conservadores
exaltados que ejercían su poder opresivo a través del crimen y el abuso.
Cuando murió su padre, Gregorio tenía pocos meses de nacido,
sin embargo doña Antonia, su madre, sabía que el hecho de que su hijo fuera
apenas un bebé no evitaría que los enemigos de su esposo consideraran al niño
como objeto de su odio. Los temores de doña Antonia se hicieron realidad antes
de lo esperado: pocos días después del entierro de su esposo, los violentos
entraron a su casa buscando más víctimas, querían hacer correr más sangre. En
el afán de proteger a su hijo doña Antonia, de manera instintiva, lo escondió
en medio de unos bultos de pasto para el ganado, donde permaneció en total
silencio mientras los bandidos registraban la casa y sus alrededores. Gracias a
la astucia de su madre, y a un milagro, el niño sobrevivió; un presagio de que
viviría para grandes cosas.
Al agravarse la guerra partidista la protección de la vida
de Gregorio y doña Antonia se hizo aún más difícil y la viuda, finalmente,
debió de optar por salir del pueblo. Con su hijo se fue a vivir a la vereda La
Esmeralda del municipio de Tocancipá, en el vecino departamento de
Cundinamarca. Al poco tiempo, doña Antonia empezó a trabajar en un chircal,
elaborando tejas y ladrillos; su única ambición era proteger a Gregorio y darle
la oportunidad de estudiar. Tan pronto Gregorio tuvo la edad requerida doña
Antonia lo matriculó en el colegio oficial que, aunque bastante deteriorado,
contaba, afortunadamente, con profesores consagrados a su oficio. Durante
algunas noches, a manera de premio por el buen comportamiento de sus
discípulos, los profesores hacían jornadas nocturnas de cine. Los alumnos,
acostados o sentados en el piso, veían las películas que se proyectaban en la
pared de uno de los salones de clase. Las películas eran como ventanas por las
que los niños se asomaban a un mundo que antes escasamente podían imaginar;
para Gregorio fue una época en la que su mente empezó a volar, en la que se le
abrió el apetito de aprender y en la que empezó a soñar.
Pero cuando cursaba tercero de primaria y empezó a entender
su propio mundo, se dio cuenta que su primera obligación era la de aliviar la
carga de su madre que, en su condición de viuda, debía responder sola por la
manutención de la familia, lo que, en cierta medida, lo hacía sentir culpable.
Así que se retiró del colegio y, como él mismo dice, asumió el papel de hombre
de la casa. Con apenas once años empezó a trabajar en el mismo oficio de su
madre. Un tiempo después, reconociendo que el estudio era clave para su
progreso, se matriculó en la jornada de la noche. Desde pequeño se prometió
cambiar su realidad para salir adelante. Gregorio seguía el ejemplo de un padre
idealista que había construido de recuerdos ajenos y una madre trabajadora que
dedicaba todas sus energías al bienestar de la familia. Estaba convencido de
que la manera de honrar la dedicación de sus padres era luchar para llegar
lejos, más lejos de lo que ellos lo hicieron.
Gregorio empezó ayudando a doña Antonia con el traslado de
los ladrillos hasta el horno. Aún era muy pequeño y solo podía con unos pocos a
la vez, por eso solo le pagaban un centavo diario. El dinero ganado lo utilizaba para
comprar galguerías en las tiendas o alimentos para el almuerzo. No eran tiempos
fáciles y las necesidades siempre estaban presentes, pero con su madre, los dos
conformaban una familia en la que el amor nunca faltaba.
Durante las temporadas de siembra o cosecha, Gregorio se iba
al campo a jornalear. La vida era tranquila y la Madre Tierra agradecida.
Gregorio añora al niño que fue, el chircalero, el sembrador:
—Cómo me gusta el campo,
sembrar papa, maíz, el trigo… Uno come bien, y también vende sus productos. Era
difícil, la lucha por sobrevivir era dura, pero en ese tiempo si que fui feliz.
Para Gregorio el trabajo fue desde entonces algo natural, la
obligación de responder por su madre y las necesidades del hogar no tenía
discusión ni siquiera en la imaginación. Esa responsabilidad la asumió toda la
vida. A diferencia de muchos hijos que rápidamente salen a casarse y a
construir sus propios hogares, la prioridad de Gregorio era seguir respondiendo
por su mamá. Vivían en una casa pequeña, tenían muchas carencias que
difícilmente satisfacían, pero permanecían unidos madre e hijo, el uno para el
otro. Gregorio se sentía orgulloso de mantener a su madre y salía diariamente a
trabajar por su familia con empeño. Gregorio siempre fue disciplinado y metas
de vida nunca escasearon en su mente.
Doña Antonia murió a los cincuenta años; aún era una mujer
joven, pero el esfuerzo físico que le exigía su trabajo en el chircal minó
fuertemente su salud. Gregorio interrumpe su relato, se queda pensativo y, por
un momento, en profunda oración, frente a Darnellis y a mi, reconoce y agradece
la labor de su madre y el esfuerzo que tuvo que hacer para darle una vida
digna. Yo volteo la cara para mirar a Darnellis y la veo tan conmovida como yo.
Cuando murió su madre Gregorio decidió
irse a Bogotá a hacer una vida nueva. Allí lo recibió su primo Esteban, la
única persona que conocía en la ciudad. Esteban, una persona extrovertida,
alegre y jovial, llevaba seis años en la capital y había conseguido un empleo
formal como vigilante de seguridad. A Gregorio le llamó la atención el trabajo
de su primo y con su apoyo ingresó a este oficio, que se convirtió en una
profesión y una responsabilidad para el resto de su vida. Gracias a su seriedad
y disciplina cuando un contrato se acababa, a Gregorio inmediatamente lo
llamaban para otro.
—En esa época no era tan
complicado conseguir trabajo —señala Gregorio— no se necesitaban tantos
papeles, habían bastantes oportunidades y cualquiera podía acceder a ellas,
siempre y cuando demostrara honestidad y firmeza.
Habiendo alcanzado un empleo estable y lleno de confianza en
el futuro, Gregorio decidió proponerle matrimonio a Julia, una mujer quince
años menor que él con la que llevaba saliendo algún tiempo. Julia aceptó y al
poco tiempo dos niñas llegaron al nuevo hogar. Para Julia, que provenía de una
familia muy humilde, Gregorio significó una estable fuente de ingresos. Por su
lado ella le dio a Gregorio la ilusión de una familia. Aunque su relación con
Julia no era la mejor, Gregorio asegura que la trató con decencia y quiso
hacerla feliz.
—Yo siempre pensé que a
pesar de nuestras diferencias, Julia me quería —dice Gregorio con cierta
resignación—. Ella era joven, rebelde e inquieta, en cambio yo era casero y muy
calmado.
Pero la prioridad de
Gregorio era progresar en el trabajo y dar lo mejor de sí mismo. Era apreciado
por sus jefes porque era madrugador y no daba motivos para que le llamaran la
atención. Al contrario, ayudaba de buena gana en labores que no le
correspondían. Así, con esfuerzo y discreción, se ganó la confianza de todos.
Los jefes le correspondían, siempre estaban dispuestos a ayudarlo, no dudaban
en reconocerle las horas extras de trabajo.
—Ustedes siempre me podían
encontrar en la entrada, intercambiando un saludo con todo el que entraba —dice
al tiempo que se lleva los brazos cruzados al pecho, como abrazando sus
memorias laborales—; yo era el consentido.
Durante sus veinticinco años como vigilante, Gregorio asumió
riesgos, exponiéndose en las puertas con el fin de proteger a sus jefes y
siempre atento a cualquier imprevisto. Sin embargo nunca tuvo que enfrentar una
situación extrema, ni siquiera un inconveniente grave. Pero todo esto cambió el
6 de diciembre de 1989, fecha del atentado ordenado por los jefes del Cartel de
Medellín al edificio del DAS. Ese fatídico día, Gregorio estaba de turno
vigilando la entrada del edificio.
Gregorio solo recuerda haber salido más temprano de lo usual
de su casa y haber llegado con tiempo para tomarse un tinto con sus compañeros
antes de iniciar labores. No recuerda haberse desplazado hasta su puesto de
trabajo, ni mucho menos el estallido de la bomba. Fue una de las últimas
personas en ser rescatada con vida de entre los escombros. En el hospital donde
lo ingresaron permaneció seis días en coma, eran pocas las esperanzas de
recuperación. Cuando despertó, solo podía mover su cabeza, no sentía nada del
cuello para abajo y no entendía porque estaba en un hospital. Fue entonces
cuando el médico le explico que había sobrevivido a una bomba.
—Yo solo dije ¡jueputa! y me volví a desconectar hasta
muchos días después.
En ese momento los
especialistas creían que era poco probable que Gregorio sobreviviera el
terrible accidente.
—Yo quedé como un loro, con
la lengua negra por toda la pólvora —continúa el viejo con su relato—, como una
de esas culebras que quedan partidas en muchos pedazos. No sé cómo, pero logré
sobrevivir.
Días después, cuando
Gregorio se despertó y empezó a recobrar su movilidad, se dio cuenta de que su
vida era un milagro. Como aquella vez entre los bultos de pasto en Boyacá,
escondiéndose de los violentos, Gregorio le había ganado a la muerte. Tanto los
médicos como el sacerdote del hospital estaban convencidos de que no
sobreviviría, incluso le habían administrado los santos oleos. Gregorio quedó
muy impactado cuando el sacerdote le dijo:
—Vas a vivir muchos años
más, por algo será que Dios no te llevó.
Aunque ese misterioso
designio divino le daba esperanzas, en lo profundo de su alma había heridas que
no sanaban; la sola mención del accidente lo conmocionaba poderosamente.
—Yo tengo buena memoria, hay
cosas de hace muchísimos años que tengo muy grabadas en mi mente, pero todo lo
del accidente lo guardé bajo llave en el último rincón de mi cerebro.
A pesar de los momentos
amargos y dolorosos, el proceso de recuperación le trajo mucha fortaleza a
Gregorio. Fue muy difícil verse tan impedido, sentirse inútil, depender de los
demás para moverse. Cuando tenía revisión médica o debía someterse a un
tratamiento, lo tenían que recoger en ambulancia porque su cuerpo no
reaccionaba. Teniendo en cuenta todos los golpes, fracturas y heridas que
sufrió, Gregorio tuvo una buena recuperación. Pero había muchas dudas respecto
al regreso a su vida laboral anterior. Eso lo llenaba de rabia y frustración:
—Aunque yo sentía rabia de
que esto me hubiera pasado a mí y lo llegué a sentir como una maldición, otras
veces también pensaba: ¿pero a quién le voy a echar la culpa?
Gregorio concentró todas su
fuerzas en recuperarse física y mentalmente para volver al trabajo. Como
víctima del narcoterrorismo lamenta la violencia y a pesar de todo el
sufrimiento que debió soportar sus palabras están libres de rencor.
—Es muy dañino para el país,
pero yo no quiero juzgar a nadie, eso le toca a Dios.
Durante muchos meses su
único contacto con el trabajo eran las visitas que esporádicamente recibía de
un compañero, quien insistentemente le preguntaba que cuándo regresaría.
Gregorio se llenaba de impaciencia y ansiedad, pero asimismo agradecía que
algunos amigos le dedicaran tiempo.
—Yo requería mucho más reposo
y atención médica pero quise anticipadamente al trabajo. No podía darme el lujo
de quedarme en la casa para recuperarme mientras veía como mis hijas pasaban
necesidades.
Su esposa Julia tiene una
versión diferente de lo vivido en esa época.
—El genio de Gregoria se
volvió insoportable después del accidente. Se convirtió en una persona difícil de
sobrellevar, no se aguantaba estar en la casa, discutíamos todo el tiempo,
ofendía a sus hijas, y lo peor, no seguía las recomendaciones médicas.
Según
Julia, Gregorio regresó al trabajo porque estaba frustrado, nadie se lo
aguantaba.
—No teníamos
dinero pero tampoco pasábamos hambre, pues el seguro estaba respondiendo por su
salud y también estaba haciendo los aportes en dinero por la incapacidad. La empresa de vigilancia
aceptó a Gregorio nuevamente el trabajo en reconocimiento a
su trabajo serio y cumplido antes del accidente. Es decir, sus antiguos jefes
lo reincorporaron como un acto de caridad, porque sabían que estaba física y
emocionalmente afectado.
De cualquier manera,
Gregorio habría de lamentar su regreso al trabajo. Por haberse incorporado a
sus labores antes de que se cumpliera el tiempo de incapacidad, no recibió la
indemnización de la seguridad social. Allá consideraron que si Gregorio estaba
trabajando era porque estaba bien. La dura realidad: que salió a trabajar
porque él y su familia no habían logrado asimilar el trauma del accidente y
acomodarse a una realidad de vida diferente.
Luego de cuatro meses
Gregorio dejó el trabajo, argumentando que su condición física no le permitía
ejercer adecuadamente sus obligaciones como vigilante.
—Los dolores eran
insoportables y, aunque mis compañeros mi animaban y mi cubrían la espalda,
decidí renunciar.
Pero su compañero Esteban de
Jesús Quintana, tiene otra historia:
—Gregorio llegó muy mal al
su regreso al trabajo de vigilante. Se aprovechaba de su condición para abusar
y exigir la atención de unos y otros, y poco a poco lo fuimos dejando de lado. Su
discapacidad no era solo física, era también mental. No lo soportábamos.
Gregorio no aceptaba la dura
verdad de su accidente y su discapacidad. El orgullo y el mal genio lo llevaron
a la equivocada decisión de renunciar al trabajo en un momento de rabia. Ya
había perdido su incapacidad al reincorporarse, ahora perdía los ingresos.
El drama que vivió su
familia no fue poca cosa. Los dos errores, perder la incapacidad del seguro y
renunciar al trabajo "llenaron la copa." Las peleas con Julia eran
permanentes y un buen día don Pedro decidió irse de la casa. Nunca más quiso saber de
Julia y sus hijas, ni ellas saber de él. Tristemente, Gregorio abandonó a su
familia, y esta tampoco lo volvió a buscar.
Por suerte, su primo
Esteban, que vivía en el extremo opuesto del barrio, se condolió de él y lo aceptó
en su casa con generosidad y afecto. Para Gregorio, Esteban fue de nuevo como
una bendición, a pesar de que no se habían frecuentado mucho, lo recibió con
desinteresada entrega, lo invitaba a salir, hasta lo hacía reír y, sobre todo,
lo ayudó a reponerse un poco de su profunda depresión.
Pero Esteban, tenía una
familia numerosa y era difícil e incómodo tener a Gregorio en casa
indefinidamente. La esposa se quejaba de tener que “cargar con el primo.” Aunque
a Esteban no le sobraba la plata, hizo un esfuerzo grande y le dio a Gregorio
el dinero necesario para comprar un pequeño lote en el barrio La Veredita. Como
Gregorio no tenía recursos para construir la casa, con pequeños trozos de metal
y cartón, con ladrillos desechados y algo de concreto, fue armando su ranchito.
Al cabo de un año de estar
viviendo solo en La Veredita, la vida le trajo a Gladys y sus tres hijos.
Gladys, quien había nacido y vivido siempre en Soacha, no muy lejos de donde
vivía Gregorio, era viuda y ansiaba una buena compañía. Ella era una persona
especial, una especie de ángel que se le apareció a Gregorio; entendió su
frustración, lo consoló, le dio ánimo.
Gladys rescató su decencia, ese espíritu generoso y alegre que se lo
había robado el accidente; lo amó y se convirtieron en inseparables socios de
la vida. A pesar de las dificultades, los unió la alegría y el contento.
Gregorio se convirtió en el padre de los hijos de Gladys. Era una nueva vida
para el.
Esta nueva vida junto a
Gladys animó a Gregorio hasta tal punto que, a pesar de sus impedimentos
físicos, se atrevió a buscar trabajo. Una iglesia cristiana lo contrató para
vigilar sus instalaciones en ciertas horas:
—Aunque sabían que yo no
podía hacer mucho, se alegraban de verme sentado en la puerta y cada que podían
me regalaban un mercado o útiles para el colegio de mis hijos (los hijos de
Gladys).
Como una de las piernas le
había quedado casi que inservible a causa de la fractura múltiple del fémur,
Gregorio debía usar muletas para caminar. Las lesiones de la clavícula y el
hombro, limitaban aún más su movilidad. A medida que pasaban las semanas, las
dificultades y dolores aumentaban y poco a poco lo fueron amilanando, hasta que
llegó un momento en el que ya no podía desplazarse al sitio de sus labores.
Tampoco le quedaron ganas de buscar un nuevo oficio. Su edad y discapacidad física
conspiraban en su contra.
Con los meses y los años los
dolores se habían vuelto insufribles y no lo dejaban dormir; las noches eran
interminables para el y para Gladys. Menos mal, en el hospital lo recibían con
cariño, todo el mundo conocía la historia de Don Gregorio, "El Sobreviviente". Los médicos se
preocupaban sinceramente por él, se mantenían atentos a cualquier nuevo
medicamento que pudiera aliviarle y lo animaban a esforzarse por vivir. Pero
cada mañana Gregorio se levantaba un poco más débil. Sufría su dolor físico y
con la misma intensidad sufría al ver el ranchito, sus precarias condiciones de
vida y al no poder darles más a Gladys (a quien llamaba “mi santa”) y a sus
hijos.
—Es
que es muy duro pasar de más a menos.
Para Gregorio, sobreviviente
de la guerra terrorista de la mafia contra el Estado, era frustrante ver como
pasaban sus días.
—Yo iba por buen camino
antes del accidente, tenía estabilidad económica y aunque las necesidades no
faltaban, tenía trabajo y salud. Si no hubiera sido por esa bomba tendría otras
cosas, mi vida sería mejor, no estaría sufriendo.
Luchador como ninguno y casi
que un especialista en supervivencia, a Gregorio todavía buscaba fuerzas
físicas y de espíritu para sacar los suyos adelante. No tenía trabajo, pero se
ocupaba de los deberes de la casa y de aconsejar y consentir a los hijos de
Gladys. Ella, mientras tanto, se encargaba del rebusque para la manutención de
la familia.
Con oportunidades laborales
reducidas a cero, Gregorio ocupaba buena parte de su tiempo recordando las
épocas en que el trabajo no faltaba. Para él el trabajo era esencial, no solo
por el dinero sino porque lo hacía sentir útil y le daba motivos para vivir.
Pero estos viajes de la memoria eran interrumpidos muchas veces por calambres
que le quitaban la respiración y por fuertes dolores que se apoderaban de su
abatido cuerpo.
Gregorio nunca perdía
oportunidad de compartir su historia porque tenía la esperanza de que, al
contarla, algo pudiera cambiar. Su sueño era dejarles una casa a Gladys y
a sus hijastros.
—Dios quiera que yo alcance
a ver mi casita terminada, para saber que mi familia va a tener un techo el día
en que yo falte. Quiero entregarles una buena casa para disfrutar las
Navidades.
Epílogo
Descendiendo por el largo y
empinado camino de La Veredita, en medio de la frustración y ansiedad que sentí
al terminar la visita a Gregorio, me confesé con Darnellis:
—Darnellis, usted muchas
veces ha sido testigo de como le insisto a los cogestores de la Red que nuestro
trabajo es conectar a las familias más pobres y vulnerables con servicios
sociales que les permitan mejorar sus vidas. Les he señalado que en el corazón
del acompañamiento está la intención de desatar el potencial que tiene las
familias para mejorar sus propias vidas. No es por medio de la caridad que
vamos a solucionar los problemas de estas familias, nuestro propósito es lograr
que cada persona active sus talentos y sus capacidades para la construcción de
una vida mejor. Nuestro objetivo es dotar a las familias de herramientas y
habilidades para la vida para que puedan valerse por sus propios medios.
Darnellis me escuchaba con
atención y creo que también con caridad, pues era consciente de que gracias a
su presencia podía yo darle forma a mis reflexiones.
—La mayoría de las familias
de la Red Unidos —continué con mi discurso—, han vivido en situación de pobreza
extrema por generaciones, por eso hay que hacerles ver que hay alternativas.
Pero Darnellis, este no es el caso de Gregorio, con un trabajo formal, una
extraordinaria actitud de vida, un hogar con valores y competencias
suficientes, él ya había superado la pobreza. Él cayó en desgracia porque fue
víctima de una guerra que lo incapacitó de por vida y de un Estado que no le
respondió debidamente como víctima. Nuestro rol con cada familia es diferente,
dependiendo de su situación específica, se los he dicho muchas veces a ustedes
los cogestores y les he pedido que inspiren, motiven, orienten y empoderen;
pero no que regalen. Sin embargo, en este caso, debo decirle que nos toca
recurrir a la compasión de alguien para que Gregorio pueda vivir dignamente. Va
contra nuestra idea de desarrollo pero nos enseña que algunas veces hay que
regalar el pescado, porque la persona no tiene posibilidades de pescar. Y,
Darnellis, con esto no estamos abandonando nuestras ideas sino adaptándonos a
realidades en esta difícil tarea acabar la pobreza extrema familia por familia,
una por una.
—Samuel, yo entiendo, no se
preocupe —dijo Darnellis una vez terminé mi "memorial"—, voy a
encontrarle una solución al problema de vivienda de Gregorio.
—Querida Darnellis —le
respondí—, si lo logra, sería un gran acto de solidaridad y nobleza —Miré al
cielo agradeciendo en silencio por funcionarios capaces y comprometidos como
Darnellis.
Seguía lloviznado, la
tozudas nubes, aún más oscuras, continuaban estacionadas encima de Soacha.
Respiré profundo y recordé lo que me aseguró mi padre hace muchos años:
"Solo es nuestro lo que damos".
≈
Un año más tarde, en
septiembre de 2012, gracias a la gestión de Darnellis, una fundación que opera
en Soacha, le construyó a Gregorio en su lote una casa prefabricada muy
sencilla, con dos pequeños dormitorios y una cocineta. La casa fue un logro
significativo, pero aun no tenía las instalaciones sanitarias, pues faltaba
conectarla a la red de acueducto. Aún así, Gregorio alcanzó el sueño de una
casa para el y su familia. El día que estuvo lista la casa, lleno de emoción y
gratitud, Gregorio, con una energía que le salía del alma más que del cuerpo,
le pidió a Gladys y a sus hijos:
—Ármenme la cama que esta
noche nos quedamos acá.
Desafortunadamente, la
alegría le duró poco. Treinta días después de inaugurar su casa, la vida de don
Goyito, como cariñosamente le decían los vecinos, se apagó tras ser vencido por
un furtivo cáncer que velozmente invadió su quebrantado cuerpo.
Gloria y sus hijos, que
fueron también los de Gregorio, continúan viviendo en la casa hasta el día de
hoy. Gregorio murió sin haberles fallado.
[1] Estrategia del gobierno nacional de acompañamiento permanente a las
familias en situación de pobreza extrema y desplazamiento, que promueve la
articulación interinstitucional y de recursos para el acceso preferente de
los más pobres a la oferta de programas sociales del Estado, de empresas
privadas y de organizaciones sociales.
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